Hemos dado por supuesto que podemos conocer y tratar de obtener lo que es mejor para nosotros al mismo tiempo que no prestamos atención alguna a las necesidades de las comunidades, naturales y humanas que nos sostienen. El carácter destructivo de ese progreso que tanto se nos vende no ha sido siempre muy visible y aparente, especialmente en épocas más antiguas, en las que la mera inmensidad de la bondad de la tierra sobrepasaba grandemente la cantidad de nuestras exigencias para con ella.
Pero hoy ese carácter destructivo se ha hecho inequívoca e inevitablemente claro, especialmente cuando consideramos que muchos de los hábitats y de las comunidades del mundo están en un estado de crisis severa, algo que es igualmente evidente en la erosión y la toxificación del suelo, en la contaminación y en el agotamiento del agua, en la polución del aire, en la deforestación en la extinción de las especies, en la destrucción de nuestras comunidades rurales, en la homogeneización o el diezmado de las culturas indígenas, y en el cinismo y la desesperación que reinan de manera creciente en nuestras sociedades. Aunque más de nosotros que haya sucedido nunca antes vivimos una vida de lujo y de comodidad, menos y menos de nosotros podemos decir que nuestras vidas están traspasadas por la paz y la alegría.
La ansiedad llena de agitación y de stress que vemos por todas partes alrededor nuestro indica que estamos profundamente perdidos. Parecemos incapaces de preguntarnos con alguna seriedad o profundidad hacia dónde se dirigen en último término nuestros esfuerzos.
¿Hacia dónde podemos volvernos en busca de ayuda y de orientación? […] La ayuda no puede venir de dentro nosotros mismos, porque, como señala Wendell Berry, “no es de nosotros de donde podremos aprender a ser mejores de lo que somos”. El camino hacia la plenitud depende de nuestro descubrimiento y de nuestro reconocimiento de una bondad mayor, que nos sitúa en nuestro contexto, y de nuestra respuesta a esa bondad. Nuestro error fundamental es que hemos dado por supuesto que somos los autores de nosotros mismos y de nuestros destinos, y de ese modo, hemos olvidado o hemos negado que somos parte de “una gran obra cooperativa en la que todos somos colaboradores de Dios y de la naturaleza en el hacernos a nosotros mismos y en hacernos unos a otros”. Sólo podemos llegar a ser lo que verdaderamente somos reconociendo que no existimos por nosotros mismos, ni desde nosotros mismos, ni para nosotros mismos. Nuestras vidas están siempre enraizadas en una comunidad natural y cultural, de manera que el cortar nuestros vínculos con esas raíces, ya sea en nombre del progreso o en nombre de la liberación humana, es asegurar la eventual decadencia y luego la muerte de la vida. Una vez que hemos negado nuestro parentesco biológico con la tierra y con sus habitantes, no es casualidad en absoluto que una parte tan grande de la vida espiritual humana se esté construyendo hoy más sobre la premisa de tratar de escapar de esta vida que sobre una afirmación de ella y de su valor.
El conocimiento de nuestro parentesco con la tierra podía darse por supuesto en épocas pasadas, puesto que la mayoría de las personas vivían en el campo y del campo. En los últimos cien años esto ha cambiado dramáticamente. Ahora nos hallamos a nosotros mismos en unas sociedades en las que los agricultores son una minoría estadísticamente irrelevante (el número de personas encarceladas supera en este país [USA] al número de agricultores). A medida que la tierra cultivable ha sido tomada por las empresas de agribusiness, el conocimiento íntimo y concreto de nuestra dependencia de otros seres, humanos y no humanos, ha sido suplantado por la práctica industrial del control y de los intereses humanos. El resultado es que muchos de los pocos que permanecen en el campo han renunciado, o por su propia elección o debido a una enorme presión económica, los ideales agrarios que en diversas épocas han señalado y definido la vida agrícola.
Originalmente publicado en The Art of the Common Place, Counterpoint, Berkely, California, 2002, viii-ix.
Norman Wirzba es profesor de filosofía en el Georgetown Colllege, Kentucky